Moctezuma con depresión comiendo tacos
Una historia ancestral sobre la gentrificación alimentaria: Xocoatl con azúcar y tacos que ya no pican
En noviembre de 1519 la gente de Hernán Cortés se sentó a la mesa de Moctezuma II en el gran oasis que era Tenochitlán, la tierra de los mexicas donde ahora se levanta Ciudad de México.
Mi libro favorito sobre ese “encuentro histórico” es Tu sueño imperios han sido, de Álvaro Enrigue, una historia de ficción que aporta locura y desvaríos al momento y que te hace querer abrazar a un Moctezuma deprimido que se la pasa comiendo honguitos y haciendo las digestiones psicotrópicas al borde de la alberca. Un Moctezuma con depresión y uno grupo de piezas que no sabemos cómo han llegado hasta allí.
En el libro hay un primer banquete de recibimiento a estos prendas de mano de la princesa Atotoztli (que aquí aparece como la hermana y mujer del emperador, pero es ficción) en el palacio de Axayácatl, donde se alojó a las tropas de Cortés tras el recibimiento (esto es verdad). Mientras ocurre el banquete, Moctezuma está en sus aposentos “llevándose a la boca un taco de chapulín con salsa de aguacate -el dedo imperial y el meñique ladeados”. Mientras el huey tlatoani (ese era su cargo como emperador mexica) disfruta de esos manjares, a los que seguirían en otros momentos otras preparaciones como “trucha envuelta en hojas de pápalo en salsa de pepita de calabaza” o “pierna de pavo en salsa de diez chiles con chocolate”; a los españoles les está costando comerse su menú. Empezando por el chocolate ("Xocoatl" en nahuatl), algo que nunca habían probado los españoles y que era un manjar en territorio mexica que se tomaba infusionado con semillas de chile y otras especias que daban como resultado un sabor amargo y picante. “Ya sabe son unos salvajes, creen que ese jugo de fruta podrido que traen desde sus tierras sabe bien, así que no se pueden creer que exista el chocolate” dice Malinalli, la Malinche, durante la comida ante el estupor que sufren los invitados ante su pocillo de chocolate, un manjar, sin embargo, para los anfitriones, que estaba muy integrado en su comer diario. De hecho, Moctezuma II con su depresión siempre tiene un pocillo de chocolate y unos honguitos alucinógenos como solución a todo mal. “Pues bueno, hora de tomar un chocolatito” responde (en la historia de Enrigue) al informe de lo mal que va todo a las puertas de su imperio y todos los pueblos que tiene en pie de guerra sumado a la presencia de los españoles. A los españoles no les gustaba el chocolate, ni tampoco los chiles y en esta historia sospechaban que, desde su primera comida tras pisar tierra, los platillos cada vez picaban más y “concluyeron que los enchilaban adrede”. ¿La solución? Echarle azúcar al chocolate.
Volví a pensar estos días en ese encuentro y en esa disparidad de gustos frente a una cocina rica y asentada como era ya la mexica en esa época, como demuestran los textos de Bernal Díaz del Castillo, que hablaba de que los cocineros de palacio disponían en cada comida “de treinta maneras diferentes de guisados” para el emperador y su corte.
La razón por la que volví al recetario de los mexicas, es que hay mucha gente quejándose de que en Ciudad de México, debido a la gentrificación y a la turistificación “las salsas ya no pican”. Desde hace unos años y tras la pandemia, en las colonias de Roma y Condesa se habla inglés y se escucha el mantra de “sin picante, por favor” recurrentemente. Turistas y nómadas digitales (sobre todo gringos) han gentrificado estas colonias con unos sueldos altos que están dando lugar a rentas impensables para los locales, salsas menos picantes y güeros café en mano corriendo con sus perros por el circuito Ámsterdam. Vi estas quejas en las redes de influencers y lo contaba Lalo Villar de La ruta de la Garnacha.
En este reportaje del New York Times a pie de taquería confirma que muchos taqueros, tras encontrarse con guiris devolviendo sus órdenes de tacos con la cara enrojecida y todas sus mucosas deshaciéndose, estaban quitando los chiles milenarios de sus salsas y del pico de gallo, dejándolo sólo con tomate, cebolla y cilantro. Huérfanos de chile serrano. ¿Qué pensaría Moctezuma de todo esto? ¿Qué diría el huey tlatoani de El Compita, una de las taquerías que ha sacrificado los habaneros de la salsa para hacerla gringo-friendly? ¿Y de las taquerías que le están poniendo llamitas a sus salsas para que quienes no hablan español identifiquen el nivel de picante?
Los chiles son un rasgo fundamental de la cocina mexicana, pero también lo son de la identidad nacional de los mexicanos. Están por todas partes. En los dulces de tamarindo con chile (pulparindo), las piruletas de mango con chile, en el Miguelito (sobrecito de chile en polvo pero dulcecito), en los helados por supuesto, en la sandía con tamarindo, en las cervezas micheladas y en mis amigos metiendo el dedo en chile piquín y llevándoselo a la boca mientras conversamos o también mientras echamos unas chelas mojando la lima en un chorreón de salsa de habanero mientras con total tranquilidad la chuperretean sin pena ni gloria mientras sigue la conversación. El chile es un rasgo del mexicano y enchilarse la experiencia nacional.
El chile está en México desde hace casi 10.000 años. Los restos más antiguos tienen entre 7 y 9 mil años de antigüedad y se obtuvieron del estrato precerámico de las cuevas de Coxcatlán, en el Valle de Tehuacán, Puebla y las cuevas de Romero y Valenzuela, en Ocampo, Tamaulipas, junto con restos de otros cultivos como maíz, frijol y calabaza (las tres hermanas de la milpa, el sistema de cultivo originario). Se supone que los chiles pican como mecanismo para defenderse de ser comidos por los mamíferos herbívoros y otros depredadores (¿y de los gentrificadores?) usando para ello la capsaicina. Me encanta pensar que antes de que se comenzasen a cultivar, ellos ya se expandían por el territorio gracias a aves que no tenían los receptores nerviosos que reaccionaban al picor, pudiendo así comérselos y propagar las semillas. Eso pasa con el chiltepín, o ese chile piquín en el que mis amigos mojaban los dedos, un chile tan pequeñito que va perfecto en el pico de las aves.
Que las salsas piquen menos en un país donde se veneraba a la diosa del chile Tlatlauhqui cihuatl ichilzintli (o respetable señora del chilito rojo, hermana de Tláloc, dios de la lluvia) puede ser un ejemplo de gentrificación alimentaria, ya que los cambios en el paisaje alimentario suponen uno de los factores que estructuran los procesos de gentrificación. Al igual que la gourmetización y la aparición de cafés de especialidad o negocios de hostelería dirigidos a población con mayor capacidad de pago, la adaptación de las cartas, en este caso de una gastronomía tan diversa y con raíces tan profunda como la mexicana, es otro símbolo del desplazamiento de la población de bajos ingresos y oriunda de los lugares que se gentrifican.
Las quesadillas Elenita, de la señora que se pone en la esquina de Colima y Mérida en Ciudad de México tienen una cola que llega al cielo y cuenta la señora de gafas que maneja el cotarro que de cada 10 clientes 6 suelen ser extranjeros. Sin embargo, las salsas no dejan de picar, las tortillas siguen siendo de maíz azul y se mantienen las recetas a lo largo de 3 generaciones, desde aquella mujer que empezó a servir antojitos hace 50 años hasta su nieto rellenando los huaraches de frijol. Esos sí, “los extranjeros comen más vegetal: flor de calabaza, huitlacoche, nopalitos”…
Las recetas viajan a través de los siglos a lomos de las palabras. Una tesis sobre Las Brisas, un restaurante de Querétaro con tradición familiar concluye que “los hermanos Olvera no tienen nada escrito sobre las preparaciones o las recetas en sí que realizan para la cenaduría, todo lo que preparan se conoce mediante la práctica y la transmisión oral. Es cuestión de “memoria gustativa” y de aprendizaje por imitación, algo tan fundamental en la cocina. A mí, la “memoria gustativa” me lleva a mil esquinas de los tacos cada vez que pruebo uno original, con tortilla nixtamalizada y con copia si puede ser.
Y es que el ritual de los tacos es un elemento vertebrador de la vida en México. Más de 90% de la población va a los tacos al menos una vez por semana (según el INEGI) y muchos de esos irán una o varias veces al día. Comer de pie no quita exquisitez a la cosa. El ritual de echar albur con el taquero, pedir tu orden de pastor con copia acomodadita en un plato con una fundita de plástico y comerte el taco (con por supuesto sus salsas picositas) en tres bocados y con el dedo imperial en alto es un carrusel de pasos innatos. Ir a los tacos es comunidad, con los taqueros, con quienes comes allí o con los amigos con los que vas. Es la hora de entrar al trabajo y pararte con la señora de los tacos de canasta y el calor de un volcán guardado en una cesta llena de taquitos bañados en manteca hirviendo listos para hacerte el día.
Mientras veíamos la vida pasar en la esquina de los tacos, de mis amigas aprendí que las variedades de chile más habituales son poblano, jalapeño, chile serrano, chile del árbol, chile ancho, chile guajillo, el habanero que no veas lo que pica, el pasilla, el mulato o el cascabel. A mí me encanta el chipotle, claro. Según su estado (verde o maduro y seco) cambian de identidad: el jalapeño seco (y ahumado) se convierte en el chipotle, el chile poblano se seca y se convierte en chile ancho y el chile chilaca pasa a ser el pasilla. Las salsas, pues ni modo, aprendes probando y en cada lugar te puede sorprender el nivel de picor. La de aguacate casi no pica (no me aportaba mucho), la verde es genial para introducirte en el mundo tacos (es mi favorita), pero la de chile de árbol rojo es la que tienes que aventarte si o sí. Y ya luego la especialidad de cada casa.
Aprendí que nunca sabré cuántos miles de ingredientes lleva el mole, otra receta con reminiscencias prehispánicas y cerca de 100 ingredientes que luego cuentan que pasó por las manos de una monja dominica y cuyo sabor dulce, picante y no sé qué más todavía me cuesta definir.
Si es septiembre y estamos a la puerta de la Independencia, saldremos un rato de la esquina de los tacos para probar un platillo de temporada: los chiles en nogada. Se rellena un chile poblano con una mezcla de carne picada, frutas y especias varias y se cubre con una salsa de nuez de color blanco, coronándose con granada y algo de perejil. Así tenemos los colores de la bandera mexicana y se aprovecha para celebrar, como casi siempre y en todos los lugares, comiendo.
La birria de Jalisco con su consomé, los tamales de Chiapas y los tacos de chapulines, la barbacoa de chivo que se pasa 16 horas bajo tierra o la cochinita pibil de Yucatán, macerada con semillas de achiote y zumo de naranja y envuelta en hojas de plátano enterrada también en un horno de tierra al igual que se cocinaba siglos atrás.
Conocer y respetar la gastronomía y lo que significa para cada comunidad a lo largo de la historia es una forma de respeto en la que, además, sales ganando por poder comer esos manjares de los dioses y quien sabe si compartir un chocolatito especiado con el fantasma de Moctezuma II.
Escribiendo este textito pensé mucho en:
📚 Un libro
Norcorea, de Rubén Cantor | Vaya viaje de libro. No va de comida, pero hay un grupo de personas de Corea del Norte creando nuevas tiendas de cremitas La California. Estamos en Sarajevo de Juárez, el pueblo mexicano sobre el que el gran líder supremo Kim Jong-un ha puesto su atención. Mientras los norcoreanos tratan de conquistar Sarajevo de Juárez, Apolinar Malo trata de conocer cómo ha muerto su padre, mientras cada día hay una nueva nota de deceso que trata de explicar cómo fue la muerte. Cada día es diferente. La investigación que emprende el hijo se conecta con la invasión norcoreana y a partir de ahí: surrealismo.
🌮🌮 Un sitio donde comer tacos
El mejor de los lugares donde he comido tacos en España está en Cazorla. No sabía que existía, pero iba un día andando por la calle y me olía a tortillas de maíz recién hechas. Tuve memoria gustativa del tirón. Se llama Antojitos Mexican Curious y lo lleva Ulises Chávez, un arqueólogo mexicano que crea manjares para grupos reducidos, ya que tiene muy pocas mesitas, así que hay que reservar por whatsapp previamente (si vas a ir, te paso el número). Me gusta todo, pero lo que más es que creen sus propias tortillas con maíz nixtamalizado. La nixtamalización es un proceso tradicional de preparación del maíz (sí, de la época de Moctezuma) en el que los granos secos se cuecen y se sumergen en una solución alcalina, generalmente de agua y cal alimentaria, de manera que se mejoran las propiedades, se liberan nutrientes, se mejora la digestión y se realza el sabor natural del maíz. Es lo que, al final, da el sabor a las tortillas de maíz del taquito.
🥗 Una receta
Como dije, mi salsa taquera favorita es la salsa verde. Para hacerla necesitamos tomatillos verdes como estos
los traje de México hace años y cada verano mi madre los siembra en su azotea y saca una gran cosecha con la que hago la salsa verde en este molcajete
y la guardo en el congelador para hacer chilaquiles verdes, que es de mis desayunos mexicanos favoritos. Dejo receta, por si en tu ciudad puedes encontrar tomatillos verdes.
25/30 tomatillos tostados
1 chile poblano (a veces uso jalapeños)
2 dientes de ajo
1 cebolla cortada en cuartos
Primero aso estos cuatro ingredientes en una sartén. Luego los trituro (molcajete o batidora) y los pongo a cocer hasta que espesa y va soltando el agua y pongo sal al gusto. Y ya tenemos la salsa :)
Tortillas de maíz cortadas en triángulos
Aceite de girasol
Crema agria
Queso rallado o uno tipo feta
Cebolla morada encurtida
Una vez tengo la salsa. Frío las tortillas de maíz en aceite muy caliente. Se quedan tipo Doritos. Las pongo sobre una fuente, añado la salsa, el queso, la crema agria y al horno durante 10 minutos (200º). Lo saco y añado cilantro y cebolla encurtida para adornar. También puedes añadir pollo hervido y deshilachado y huevos fritos para acompañar. Os dejo estos de Pon Piticón